Nos encontramos en Los Castellanos, a Candy la conozco de toda la vida. En mi casa, como en la de tantos pontevedreses, no había celebraciones sin los pasteles de Capri. Ella, detrás de aquel mostrador, estuvo durante 48 años. Ahora tiene 65, se jubiló hace dos porque pensaba que era su hora, había trabajado desde los 15 en la pastelería Capri por recomendación de un vecino que conocía al dueño. A Cándida no le gustaba estudiar y ése acabó siendo su destino.
Fue la pequeña de tres hermanos, nació a los dos meses de la muerte de su padre en la calle Joaquín Costa. A los 7 días de vida su madrina se hizo cargo de ella y pasó a criarse en el barrio do Burgo. Su madre fue a su comunión y, cuando años más tarde se presentó en su frutería buscando a su hermana, no la reconoció, “cosas de la vida”-dice Candy.
Al que sería su marido lo conoció en la antigua bolera, poco después de regresar de un viaje que había hecho a México. En ocho meses se casaron y tuvieron su única hija. Se quedó viuda con 43 años y eso le cambió la vida. “Me hundió en la miseria”- me dice-, pero reconoce que su trabajo cara al público fue como una terapia y la ayudó a salir adelante.