Corría desaforadamente por las calles del casco antiguo de Coria, en los Sanjuanes. Me habían puesto de nombre -a juzgar por los gritos dirigidos hacia mí- “Navajito”. No sabía por qué estaba allí. Sólo recordaba que habían abierto unos instantes antes los corrales donde ayer nos encerraron, desde donde arranqué con furia, buscando una salida en la oscuridad: cosa en extremo difícil, porque es sabido que no tenemos una visión cromática y, para más inri, nuestra agudeza visual es bastante escasa.
Alocadamente, iba dando cabezazos y brincos a diestro y siniestro, sin comprender nada, sin saber dónde estaba ni hacia donde iba. Jóvenes y viejos, me azuzaban. Algunos, como verdaderos energúmenos. Me preguntaba cómo era posible -si siempre había vivido felizmente libre en una dehesa- estar allí, así: rabioso y desbocado, en el túnel de un laberinto endiablado.
En algunas calles -las más largas- pequeños y mayores, corrían también delante de mí. A veces, se agolpaban atropelladamente; y otras, se dispersaban delante de mis astas intentando evitarme: saltaban con agilidad de alimaña a rejas y balcones o desaparecían en un santiamén entre las empalizadas construidas -al parecer- al efecto y para encauzar mi paso.
Fue así como llegué, confuso y desorientado, a la Plaza Mayor, convertida en un anfiteatro vociferante presidido de jolgorio. Allí, me acribillaron con dardos y me hostigaron con piruetas chulescas, tratando de engañarme a cada paso. Y yo no podía evitar sentirme cada vez más asustado, más dolorido y fatigado e impotente, sin que de ninguna manera pudiera escapar de aquel círculo infernal donde se mascaba sed de sangre que parecía buscar una oscura venganza. Saltaban a la arena de olor a muchedumbre podrida los más atrevidos, para intentar burlarme delante de las hordas y quedar como valientes cromañones.
Hubo un momento de sobrecogedor silencio, en el que alcancé con mis pitones a un adolescente en el vientre; y el pavor cundió como la pólvora entre el gentío, que desgarró un lamento al unísono, para quedar tras él funámbulo en el silencio que se hizo mientras -tras hacerme quite- arrastraban al herido hasta las tablas, al aire sus entrañas.
Todas las miradas se concentraron en mí, acusadoras unas y asesinas otras. Pero, ¿no se esperaba de mí una bravura incontenible que dispersara inseguridad y trance por calles y plazoletas?; ¿acaso yo no había cumplido tan sólo con el cometido que me habían asignado?; ¿no era el concurso del riesgo taurino, hasta los bordes de los óbitos, lo que dotaba a los Sanjuanes de su esencia? Observé -no obstante- alguna mirada de cierta comprensión: ¿serían aquellos que habían venido a verme -tal vez- sin el mismo motivo que los otros, por una curiosidad simple provocada por la publicidad; o por pura inercia, mientras disfrutaban despreocupados de otros aspectos de la fiesta; o hasta -quizás- por la intención de comprobar in situ hasta qué punto y de qué manera me infligían sufrimientos?
Sanjuanes de Coria
Me quedé quieto y expectante. Tenso como la cuerda de un arco, escarbando la arena sucia que rezumaba olor a sangre y a mi propio orín. Mi morro, buscaba sin cesar la furia astada en la tierra, mientras escarbaba con mis cuartos traseros enfrentándome a aquel silencio amenazante. Mi miedo se tornaba ya atroz: y entonces salió de la barrera un niño -con expresión ausente- a la carrera, por mi costado izquierdo. Venía directo hasta la fuente del centro, donde un ángel de granito y alas desplegadas abría sus brazos oferente. Se reflejaba en la pila una gibosa luna creciente y cobriza por la turbiedad del agua. En los balcones más altos, donde había gente apostada, irrumpieron nuevamente los angustiosos gritos, replicados en los confines de la Plaza; y a los que siguieron murmullos y gemidos desde todos los ángulos. Agaché mi testuz, arrancando adoquines con pezuñas de hierro y de rabia. Bufé el ímpetu más profundo de identidad totémica. Estaba ya tan cerca, que no había ya tiempo de que nadie pudiera interponerse. Venía directo hacia mí, con un leve zigzag, como atrapado, hipnotizado por la negrura de mi capa tras mis ojos relucientes de bestia. Sabía que podría atravesarlo con toda facilidad. Observé sus facciones, mientras ambos nos aproximábamos. Le hacía sudar, como a mí, el calor del solsticio de verano y el fragor infatigable de aquella fiesta: alegre para él; desconcertante y triste, para mí. En un instante, se me clavó su expresión desvalida, ajena, juguetona, inocente como la de mis terneros: y desvíe mi atención hacia las gradas.
Te dirás ahora que esto es sólo un cuento. Que no es posible que yo pudiera pensar todo esto: ni tan siquiera pensar. Menos aún -te dirás también- sería posible que yo perdonara la vida a este niño que tenía a mi merced, si sólo soy para vosotros un animal de corazón salvaje y ciego que no conoce la piedad. Que tampoco es posible que yo esté aquí ahora, vivo aún. Y para más desatino todavía contándote lo sucedido aquella noche aciaga. Y, sí: tienes razón en todo. Esto, es un cuento imposible. En realidad, soy sólo un pobre toro imaginario (que es así -por tanto- de manera también imaginaria) arcaico e inmisericorde, como lo es de visión tan limitada. Los dioses, me hicieron así: y así soy. Sólo cumplo la misión que me ha sido encomendada, a cuyo cumplimiento estoy fatalmente abocado, por mandato delegado en el popular ganadero Victorino Martín, quien me ha criado en su plácida finca cauriense. Pero no quiero hacer daño a nadie desde ningún libre albedrío; sencillamente, porque no tengo ninguno: y sólo en una ficción como esta cabe el hecho de que yo pueda sentir compasión por alguien y dejarlo seguir viviendo, en lugar de que ello -de suceder alguna vez- sea tan sólo producto de un cambio de dirección -en principio, inexplicable- en la “intención” de mi instinto.
No conozco a ningún ser vivo que cause dolor -y se lo infrinja deliberadamente, hasta la muerte- a otro por puro divertimento, excepto a ti y otros como tú. ¿Hasta cuándo vais a seguir haciéndolo? ¿Por qué dejasteis a aquel niño frente a mi instinto instigado por vuestras voces? ¿Acaso no sois vosotros quienes me habéis puesto en esta tesitura, los responsables de vuestras muertes, como de la mía? Seguiré, hasta que decidáis detener todo esto, trotando furioso, confundido por el pánico, errando entre los vericuetos de vuestra ciudad antigua, en las noches de Sanjuanes -ya ardientes- de finales de junio. Volveré a encontrarme frente a frente la inocencia de un niño; o, tal vez, un anciano beodo y atrevido; o a un adulto cualquiera de vosotros, que calculó mal un milímetro o no le asistieron las fuerzas que creyó suyas. Seguiré bramando, en las noches -entre vuestras risas- mientras sueñas que -como ahora- te hablo mientras estás dormido.
Luis Palomo Molano
Breve semblanza.
Luis Palomo Molano. Nací en Plasencia (Cáceres), estudié Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid y me especialicé en Psicología Clínica en la E. de Psicología y Psicotecnia de la Universidad Complutense de Madrid.
Muy interesado en la temática psicosocial -dada la estrecha relación entre lo individual y lo social- y las desigualdades, realicé un Máster de Gerencia de Servicios Sociales en la Universidad de Extremadura de dos cursos académicos, además de otra variada formación en el mismo ámbito.
Mi actividad laboral ha sido diversa : deficiencia mental en INSERSO (hoy, competencias ya transferidas a las comunidades autónomas) ; marginación social, en CÁRITAS, ALDEAS INFANTILES SOS (en la Aldea del barrio tinerfeño de El Tablero), etc. ; dirección de programas formativos y laborales de Atención Sociosanitaria a personas dependientes en el ámbito privado e institucional, Inadaptación de Menores, etc. ; Psicología Clínica, etc. Mi principal ámbito laboral, ha sido el de los Servicios Sociales, particularmente en programas de Familia e Infancia y en Dependencia.
Durante un tiempo, colaboré con los diarios regionales “Hoy” y “Extremadura”, como articulista sobre temas básicamente profesionales, referidos -en general- a la Comunidad Autónoma Extremeña.
Luis. 11/10/2022
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